domingo, 16 de octubre de 2011

CEMENTERIO DE PINTURAS. VI.


Las semanas murieron al nada más nacer. Los días no eran apreciados por Alejandro, la casa se empezaba a apoderar de todos sus sentimientos. Ahora mismo, el pintor no sabía nada de lo que ocurría afuera.
Las nenas aparecían ahora más a menudo, Alejandro pareció acostumbrarse a ellas. Una de las gemelas le dijo al oído que la pintura era hermosa. Alejandro pintó en las cuatro paredes de la cocina. La pintó toda de negro, con las ollas de cera, tres en cada pared, sobre leños encendidos. Al lado del refrigerador, Alejandro pintó a las niñas. Las dos agarradas de la mano, las dos con una mirada fría de soledad. La soledad parece ser un factor determinante en la muerte de las personas.
La habitación de Alejandro era el único lugar de la casa que se podía jactar de tener en sus muros al pintor más tiempo que su estudio. Los cuadros que Alejandro estaba pintando en su estudio los había dejado abandonados. Ya no se sentía cómodo en aquel lugar.
Desde que Alejandro durmió la primera noche en aquella habitación, sintió comodidad y un ambiente de hogar, algo que no se sentía en toda la casa. Pero desde que las nenas hicieron su aparición, Alejandro dejo de sentirse cómodo.
La última vez que durmió, tuvo un extraño sueño. Todo aconteció así.
Es de noche y está lloviendo. Los sonidos y luces propios de una tormenta se miraban debajo de la puerta. Un hombre vestido de militar, fumaba un cigarro a la orilla del último escalón. Parecía estar esperando a alguien. De pronto, el sonido del motor de un camión pareció atravesar las paredes. La puerta por donde Alejandro entraba todos los días fue abierta de par en par por una patada. El soldado que fumaba se puso de pie y abrió el cuarto donde Alejandro dormía. Un grupo de hombres entro a la casa y subió las escaleras. Dos de ellos cargaban un costal con algo que se movía dentro. ¿Es él? pregunto una voz. Si, respondió otra. Un soldado se acerco a Alejandro, pero pasó de largo, Alejandro tenía mucho miedo. Abrieron el costal y un joven emergió de las sombras interiores de aquella bolsa. Tenía los ojos vendados, la boca amordazada, manos y pies atados. Gemidos provenientes de aquel tipo no se hicieron esperar. Los soldados lo rodearon y con una gran diversión, lo empezaron a patear. De pronto un soldado, parece ser de mayor jerarquía, invadió la habitación. Silencio fruto del temor de sus subordinados no se hicieron esperar. Una risa seca quebró el silencio que reinaba. Por fin, por fin, por fin tengo entre mis manos a Julio. Bueno muchachos, debemos cumplir las órdenes del jefe. Dijo el tipo que acababa de entrar mientras los otros lo miraban atentos. Un soldado salió por la puerta seguido por dos de sus compañeros, mientras el soldado que parece ser coronel, por las insignias, se acerca a Julio y le dice al oído. Llego tu hora maldito guerrillero.  Una mesa y una silla entraron por la puerta en manos de los soldados que salieron, mientras un último militar cerraba la puerta mientras llevaba en sus manos una caja. El tipo que salió del costal fue sentado a la fuerza en la silla. Alejandro lo pudo ver bien. Era alto, joven, quizás era universitario. Tenía cabello negro y usaba lentes, solo que por fruto de los golpes estos, estaban rotos. Era moreno. El coronel se acerco a la mesa en donde habían dejado la caja. La abrió y con una mirada demoniaca observó lo que guardaba aquella caja de la muerte. Cuchillas, tornillos, martillos, sierras, cualquier clase de instrumento para torturar. ¿Lo anestesiamos? dijo un soldado, el coronel respondió con un movimiento de cabeza. Era un rotundo no.
Una pinza sintió el calor corporal de la mano del coronel, mientras el frio de una cuchilla se escapo, dando paso a unos dedos sudorosos y con un asqueroso olor a nicotina. El coronel  observó al prisionero y degusto, cada gota de lágrima que resbala por las mejillas del estudiante universitario. Un soldado se acerco al prisionero y con un movimiento brusco, desató la mordaza de la boca. El coronel se acerco y le dijo. Guerrillero, por todos los insultos que has inferido en contra del General Ríos Montt. Silencio, mientras la pinza sujeto la lengua y la cuchilla procedió a arrancar de la garganta, una lengua que denunciaba las injusticias sociales de la época. Dejaron sin voz a alguien que hablaba pero que nadie escuchaba. Luego un serrucho lleno de oxido salió de la caja. El coronel sonrió maliciosamente.  Lo miro y lo sostuvo, luego procedió a cortar, a cortar y a cortar, corto con hambre las manos. Así no podría escribir. Luego los soldados lo dejaron ahí, mientras se desangraba. Dos, tres, cuatro días y no podía morir. El rencor lo sostenía en vida. Julio no podía morir. El coronel dio la orden, debía ser fusilado aquella misma noche, de pie. El moribundo apenas si se pudo parar, fue así que un sonido seco de disparos, ahogo la vida de un hombre que tenia ideal. Ahora eran ideales truncados.

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