martes, 18 de octubre de 2011

CEMENTERIO DE PINTURAS. IX.


Debes de buscar ayuda, mira el estado en el que te encuentras. Te dejaste la barba, no te has bañado, se mira que no has dormido bien y aparte amor, tienes un carácter de energúmeno y ya no quieres salir de la casa si no es para comprar pinturas, mientras, los proyectos verdaderos no los cumples, no ves que el dinero se te está acabando. Dijo entre sollozos Soledad a un distraído Alejandro.
Distracción, eso estaba en su cabeza. De pronto el sonido de una mosca fue el único martillo que destrozo el cristal de un silencio, más digno de un cementerio que de una casa, en donde dos enamorados están hablando, lo normal, son besos, abrazos, gemidos y alguno que otro momento lujurioso que nos otorga el amor con una mujer hermosa como ella. Soledad era simplemente hermosa.
Un corazón roto es una señal inequívoca de un amor fallido. Es una señal de un amor que ha sido condenado a vagar por los caminos del pasado, un exiliado que busca su muerte en el olvido. El olvido es el peor lugar para guardar las cosas, porque cuando logran salir de ese maldito lugar, vienen más fuertes y difíciles de aceptar para un corazón que tendrá cicatrices, una cicatriz por cada maldita lagrima derramada por amor. Un corazón roto se estaba fabricando en aquella sala.
 Alejandro estaba  perdido. Su alma ahora se debatía en una gran batalla entre el cielo, la tierra y el infierno. Alejandro no podía  decirle a nadie lo que miraba, el hecho era simple. No podía, lo tacharían de loco.
El amor es un sentimiento realmente hermoso, pero a la vez muy ambiguo, muy fuerte y débil. Soledad se puso de pie con los ojos llenos de lagrimas, las lagrimas que se juntaban en sus cuencas oculares, eran los abortos desahuciados de los besos que nunca nacerán, aquellos que deben de mandarse directo a un maldito olvido de dolor, a un exilio imposible, al exilio de la muerte en el pasado, desde donde nuestros recuerdos buscan resurrección  en el futuro, sin  saber que en el presente, son solo unas cuantas lagrimas de impotencia y olvido. Una lagrima acaricio el piso, aquel sonido, equivalente a un corazón roto, estremeció toda la casa.
Alejandro regreso a la realidad de la mano de un susurro, de una voz conocida, pero desconocida en su origen. No la dejes ir, dijo la voz ansiosa. Mientras Soledad se encaminaba  a la puerta llorando. Alejandro de pie, buscaba la fuente de aquel sonido, de aquel susurro. No la dejes ir, por favor; pidió la voz, más cerca, más angustiante. Soledad lloraba, lloraba como un recién nacido. Alejandro buscaba desesperado la fuente de aquel desgarrador suplicante. No miraba, no vio nunca a Soledad. Por Dios Alejandro, no la dejes ir, por favor. Grito aquella voz, con un dolor tan desgarrador que Soledad, escucho tan solo el gemido final. Una lágrima volvió a caer, volvía a estremecer la casa. Nada, en este mundo y en otros puede contra el amor, nada. El sonido seco de la puerta cerrándose no inquieto en lo mínimo a Alejandro.  
Silencio, en aquella casa  llena de pinturas, había silencio.
Alejandro se sentó desconsolado en el sillón, empezó a llorar, a defender lo que era indefendible, no podía por más que quisiera, recuperar a aquella mujer. Mientras de reojo, observaba, como en las escaleras, se movían los cráneos, huesos, gemidos, todo aquello que se materializaba. Las gemelas pasaron corriendo y la voz ya no se escucho.
Aquellas lágrimas, eran pintura directa de un corazón. No tenían  color, pero era lo único que podía pintar un sentimiento doloroso. No tenían color, no tenían trazo, pero definían de una manera única el dolor producido por un corazón roto. No tenían color, no tenían trazo, pero tenían sentimiento. Debo agregar, que una lagrima, es un beso abortado.
¿Sabes porque he sido condenado a llorar? Dijo una voz en la sala, Alejandro no levanto la vista.
Maldita sea, cobarde inútil, mírame, te estoy haciendo una pregunta. Alejandro levantó la vista, mientras su nariz inhalaba el olor a podrido que emanaba aquella caja torácica sin corazón.
No, no lo sé. Contesto un pintor sin pincel.
Pinta, pinta, pinta, que tu condena ha sido dictada, aquel desalmado que rompe un corazón, tiene peor castigo que el que me ha sido otorgado, pinta, pinta, pinta, cobarde de la vida, que desprecias la forma más divina de confirmar que estás vivo. Pinta, pinta las penas y dolores de estas almas, que por malas, por olvidadas, por exiliadas a un pasado sin olvido, te piden cuentes sus historias, de aquellos corazones que no descansaron. Pinta, por favor, pinta, que no te das cuenta de que el amor acá, es un pecado, un pecado olvidado.
Las venas que llegaban al corazón, mejor dicho, que encontraban en ese pecho una salida y no un corazón, empezaron a sangrar. Aquel fantasma sentía el amor de un pasado, una sombra oscura, oscura por el olvido negado. Un alma penando, es un enamorado despechado.
Alejandro se levantó, mientras un pincel y sus pinturas le esperaban a la orilla de aquellas gradas. Su mano se levantó, mientras un trazo nacía. Un cráneo, con sangre en donde habían estado los ojos, fue pintado. Un escalón empezado, le esperaban 26 gradas de dolor, sufrimientos, 26 historias diferentes. La historia del fantasma enamorado.

lunes, 17 de octubre de 2011

CEMENTERIO DE PINTURAS. VIII.


Aquellos ojos eran rojos, pero era un rojo de muerte, parecido al color de la sangre cuando se empieza a pudrir. La mirada era penetrante. Los colmillos de aquella demoniaca cara estaban bañados en sangre, los cuernos eran enormes. La barba de aquel demonio era toda una selva salvaje de desorden.
Alejandro pintó de gris aquella aberración y pintó de nuevo la cara del coronel. El miedo se empezó a hacer presente en su ser. De pronto el seco ruido de unos pasos justo detrás de él lo regresaron a la realidad. Puede ser Soledad, estoy solo en la casa, si seguro ella debe de ser. Pensó Alejandro. Por otra parte, pueden ser las nenas, pero, ellas nunca salen de la cocina, ¿Qué tendrían que venir a buscar a mi habitación?
Los ojos de Alejandro se movieron lentamente hacia el origen de aquellos pasos, de algo si estaba seguro, eso que caminaba detrás de él no era de este mundo. El ambiente había cambiado, había mucho frio y un olor hermoso a carne podrida había inundado la habitación.
Sus pies pisaron algo mojado, Alejandro desvió la mirada para el piso. El piso ahora sí estaba manchado de sangre. ¿Qué demonios ocurre? Pregunto mientras levantaba la vista. Ante él, Julio. Sangrando de las manos y de la boca como siempre, mientras uno que otro gusano jugaba en las cuencas que habían dejado las balas que le cegaron la vida. Quizás, aquel espectro era el que más había sufrido antes de morir.
Alejandro sintió un alivio, ¿un alivio?, aquel fantasma era su amigo. ¿Quién puede ser amigo de un fantasma que te recuerda cada uno de tus fracasos? Julio vivía recordándole a Alejandro las oportunidades perdidas en la vida. Los años que pasó viviendo como vagabundo en la Universidad. Los días en que había dejado escapar la oportunidad con una chica. Pero parece ser que a Alejandro le encantaba eso, recordar su pasado. Su presente era pobre y su pasado muy rico.
Con el pasar de los días, el rostro del demonio seguía apareciendo en la cara del coronel. Alejandro pintaba todos los días, hasta que un día decidió dejar el rostro de aquel demonio en la pared, justo enfrente de su cama. ¿Qué hago en un lugar sin ventanas? Seguro que dormir.
Julio lo acompañaba y con sonidos se comunicaba con Alejandro, este ya se había acostumbrado a que las nenas, aquellas pequeñas burlas de una vida pasada, le acompañaran en la cocina a las horas de las comidas.
En la sala la historia era diferente. En aquel lugar, Alejandro vivía muy tranquilo, lejos de aquellos fantasmas. En ese lugar miraba algunas veces la televisión. Fue entonces que decidió empezar a dormir ahí. Julio era muy aterrador, además, el demonio lo miraba con ganas de querérselo comer.
Desde que Alejandro empezó a pintar, la casa empezó a desarrollar una oscuridad interesante. Las sombras jugaban de un lugar a otro, los ruidos se escondían en los oídos del pintor, mientras que los espectros no podían, entrar a la sala. Alejandro convirtió aquel lugar en su más deseado fortín.
La sala era pequeña, tenía una chimenea con un ducto hecho de ladrillos de color marrón. Subía por toda esa pared y buscaba el cielo al pasar por el estudio de pintura. Un sofá de color celeste, era cómodo, Alejandro no necesitaba cama, tenía su sofá. Luego, una gran alfombra verde cubría todo el piso de aquel recinto. La paz reinaba en aquella sala. Algunas veces Alejandro miraba a las nenas que lo observaban  desde la puerta de la cocina y las ignoraba. Pero a la hora de la comida, le volvían a recordar su doble moral. La amas pero no la amas, le dijo una vez una de ellas cuando Soledad salía por la puerta llorando. Doble moral.
Los gemidos de Julio se escuchaban por las noches, pero últimamente se escuchaban incluso los disparos de unos fusiles. El dolor se vuelve a repetir. Pinta, pinta, pinta todo el dolor de esa maldita casa.
La televisión, portal para poder enterarse de lo que sucede en todo el mundo, se quedaba a veces encendida, mientras Alejandro caía plácidamente en un sueño profundo, digno de un bebe. Algunas veces el ruido de la estática era la canción  de cuna más dulce que había escuchado.
Una noche, Alejandro dormía con la misma tranquilidad de siempre. De pronto su sueño se vio alterado por un ruido extraño. Un gemido seguido de un largo ruido parecido al arrastrar de unas cadenas. Alejandro se sentó en el sofá. La temperatura descendió, frio, dulce frio infernal. Alejandro podía ver su aliento disfrazado de nubes vaporosas de color blanco. La mente le ordeno a los oídos a escuchar mejor, fue así como Alejandro pudo escuchar que unas cadenas eran arrastradas por la casa. Seguidas de un largo gemido. Alejandro apago la televisión y se acurruco con la frazada, parecía que aquel escondite era un castillo contra fantasmas y demonios.
Silencio, un silencio previo al arribo de la muerte.
Una sombra arrastraba cadenas, se acercaban cada vez más al lugar donde Alejandro se escondía. Un conocido olor a putrefacción  seguido de unos pasos que murieron frente al sofá, dejaron paralizado del miedo a Alejandro.  
Alejandro asomó sus ojos por el borde de la frazada. Sus ojos miraron a un hombre joven, de unos veinte años. Pelo negro, piel blanca, alto. Los ojos de aquella sombra estaban cerrados, pero de ellos no dejaban de brotar lágrimas, las manos encadenadas estaban al lado del torso, pero estaban llenas de tierra. Sus labios eran negros y estaban manchados de sangre seca. En el pecho, el saco y la camisa estaban rotos a la altura del corazón. En ese lugar donde debía ir el corazón había una caverna, el lugar donde debía estar ese vital órgano. De ese agujero emanaba un olor a podrido digno de record. Las muñecas de aquel fantasma, por lo que dejaban ver las cadenas, tenían heridas de alguna especie de cuchillo. Parecía ser que aquel fantasma se había suicidado. Su cabello era largo. Tan largo como su dolor.
¿Quién anda ahí? Dijo el fantasma mientras sus manos se acercaban al sofá. Alejandro tembló de miedo. ¿Quién anda ahí? Dijo de nuevo el fantasma, mientras sus manos tocaron la frazada. ¡Yo! Dijo un desesperado Alejandro. Ah, ¿el pintor? Dijo el fantasma.
¿El pintor? Pensó Alejandro.
¡He dicho si eres el pintor! Dijo exaltado el fantasma. Sí, si soy yo. Dijo Alejandro. Un silencio invadió la sala mientras aquel fantasma se sentó al lado suyo y susurro a su oído un llanto lastimero, le dolió tanto a Alejandro que quiso morir.
¿Qué te ha pasado? pregunto Alejandro. El fantasma guardo silencio mientras Alejandro observaba que los ojos de aquella sombra estaban cerrados y no dejaban de llorar. ¿Por qué lloras? Pregunto de nuevo el pintor. Pintor, lloro porque estoy maldito, me he suicidado, por eso estoy encadenado.
Aquellas cadenas pesadas, eran de un gris casi negro. Los ojos que estaban cerrados no dejaban de llorar. ¿Por qué lloras? Pregunto Alejandro. Esa es parte de la maldición. Debo de llorar hasta el fin de los tiempos, pero al tener los ojos cerrados puedo observar a los otros. ¿Qué otros? Arremetió Alejandro al escuchar esa afirmación. A los otros, aquellos que también habitan esta casa, ya conociste a la mayoría, pero no has conocido a los señores reales, a los dueños; ellos no pueden verse entre sí, pues aun dudan si están muertos o vivos. Aunque algunos digan que están vivos. 
¿Los señores de la casa? ¿Quiénes son ellos? Preguntó un preocupado pintor a aquella entidad. Un silencio breve seguido de un gemido largo y angustioso se hizo escuchar.
Los señores de la casa, son dos, uno de ellos te trajo acá para que pintes las historias de la casa, pero debes prepararte Alejandro, ya que uno de ellos, el señor absoluto de esta casa no está muy contento con tu llegada. Se manifestara hasta que sea su tiempo. Mientras, debes seguir pintando, tengo entendido de que en las gradas, has observado últimamente cráneos, huesos y sangre, ¿o me equivoco?
Aquella pregunta dejo perplejo a Alejandro, esa era la razón primordial de por qué ya no subía al estudio. ¿Debo pintarlos?
La entidad afirmo con un movimiento de cabeza. Todo lo que veas en esta casa lo debes de pintar, todo, Alejandro, amigo, no tengas miedo. Solo has un favor. Ves aquella pared. Dijo señalando una pared de madera al final del pasillo. Debes derribarla, lo que encuentres ahí se lo debes dar a la sombra que conoces como Julio, luego, pinta lo que veas en esa habitación, al concluir las gradas y esa habitación, te contare mi historia para que la pintes en este lugar.
Alejandro tenía miedo. ¿Qué es el miedo? Cuestiono al fantasma que caminaba hacia la puerta de la calle. La entidad lo volteo a ver y le dijo. Esa pregunta se la debes hacer al señor de esta casa, yo no puedo responderte.
Desapareció justo al cruzar la puerta mientras un silencio inundo aquel lugar.

domingo, 16 de octubre de 2011

CEMENTERIO DE PINTURAS. VII.


Alejandro despertó, sudaba mucho, tenía mucho frio. No sabía qué pasaba. De pronto, al sentarse en su cama, se quedo petrificado, de una sola pieza. Alejandro observo a Julio, con  los agujeros de bala por todas partes, las cuencas de los ojos parecían sangrarle, sus manos cortadas sangraban, su boca no paraba de sangrar, gemía, gemía, su dolor se podía tocar.
¿Julio? Pregunto Alejandro. Un gemido seguido de un movimiento de cabeza que daba a entender una afirmación, confirmo la identidad de aquella alma. Alejandro se levantó y sintió calma, mientras los ojos sangrantes lo miraban desde la orilla de la cama.
Alejandro entendió el mensaje, debía pintar esa historia en esa habitación, la única que no tenía ventanas. Alejandro ahora ya no tenía miedo, o si lo tenía, no lo sabía diferenciar del asco que le producía aquella aparición. ¿Qué es el miedo?
A partir de aquel día, Alejando empezó a pintar, a pintar, se obsesionó y se olvidó de las pinturas que servían para vivir. Soledad no lo comprendía, estaba muy abandonado y ya no quería comer, dejó de entrar en la cocina, dejó el estudio y vivía encerrado en la habitación.  
Aquel espíritu era un sueño truncado, parecía ser todos los ideales que nunca fuimos capaces de conquistar o que dejamos abandonados. Alejandro pintaba, pintaba con un gran amor, no entendía porque, era, pensaba, solo por el hecho de que tenía que pintar, contar las historias de los habitantes de la casa.
La pintura de Julio fue un autorretrato de Alejandro. La diferencia estaba en que Julio era moreno, pero por el desangramiento, su tez se volvió blanca. Las expresiones de dolor y soledad contenidas en un grito silencioso y eterno eran una muestra clara de que la pintura de Julio, era un sentimiento que se identificaba con Alejandro. Aquel pintor era una muestra viviente del dolor de abandonar los sueños a la orilla de la carretera. La pintura de Julio era una muestra de eso. Alejandro fue el único amigo de un fantasma, pues todas las noches se quedaba hablando con Julio.
Soledad se seguía sintiendo sola.
La chica, la novia de palabra de Alejandro, al ver la pintura, tuvo miedo, no entendía porque el pintor ahora plasmaba muertos. Además, se había olvidado del amor por ella. Soledad sentía que Alejandro amaba más a su obra, amaba más a la casa.
La pintura de Julio fue plasmada en un fondo gris, por lo que Alejandro decidió pintar todo el cuarto de gris, el piso, lo cubrió con pedazos de madera que pinto de rojo, simulando un lago de sangre, la sangre de Julio. En la pared que daba enfrente de Julio, pintó al escuadrón de soldados, luego, en la pared que daba a la calle, pinto al coronel con la mesa y sus instrumentos malditos. En la pared restante, un último soldado en guardia y un calendario con el mes de junio de 1982.
Aquella noche Alejandro durmió, pero en  un momento de insomnio, sintió un extraño olor, parecido al azufre. El sueño pudo más que el miedo. ¿Qué es el miedo? Pensó antes de dormir.
A la mañana siguiente, el coronel no era el coronel, era un demonio disfrazado de soldado. El miedo se hizo presente en Alejandro.

CEMENTERIO DE PINTURAS. VI.


Las semanas murieron al nada más nacer. Los días no eran apreciados por Alejandro, la casa se empezaba a apoderar de todos sus sentimientos. Ahora mismo, el pintor no sabía nada de lo que ocurría afuera.
Las nenas aparecían ahora más a menudo, Alejandro pareció acostumbrarse a ellas. Una de las gemelas le dijo al oído que la pintura era hermosa. Alejandro pintó en las cuatro paredes de la cocina. La pintó toda de negro, con las ollas de cera, tres en cada pared, sobre leños encendidos. Al lado del refrigerador, Alejandro pintó a las niñas. Las dos agarradas de la mano, las dos con una mirada fría de soledad. La soledad parece ser un factor determinante en la muerte de las personas.
La habitación de Alejandro era el único lugar de la casa que se podía jactar de tener en sus muros al pintor más tiempo que su estudio. Los cuadros que Alejandro estaba pintando en su estudio los había dejado abandonados. Ya no se sentía cómodo en aquel lugar.
Desde que Alejandro durmió la primera noche en aquella habitación, sintió comodidad y un ambiente de hogar, algo que no se sentía en toda la casa. Pero desde que las nenas hicieron su aparición, Alejandro dejo de sentirse cómodo.
La última vez que durmió, tuvo un extraño sueño. Todo aconteció así.
Es de noche y está lloviendo. Los sonidos y luces propios de una tormenta se miraban debajo de la puerta. Un hombre vestido de militar, fumaba un cigarro a la orilla del último escalón. Parecía estar esperando a alguien. De pronto, el sonido del motor de un camión pareció atravesar las paredes. La puerta por donde Alejandro entraba todos los días fue abierta de par en par por una patada. El soldado que fumaba se puso de pie y abrió el cuarto donde Alejandro dormía. Un grupo de hombres entro a la casa y subió las escaleras. Dos de ellos cargaban un costal con algo que se movía dentro. ¿Es él? pregunto una voz. Si, respondió otra. Un soldado se acerco a Alejandro, pero pasó de largo, Alejandro tenía mucho miedo. Abrieron el costal y un joven emergió de las sombras interiores de aquella bolsa. Tenía los ojos vendados, la boca amordazada, manos y pies atados. Gemidos provenientes de aquel tipo no se hicieron esperar. Los soldados lo rodearon y con una gran diversión, lo empezaron a patear. De pronto un soldado, parece ser de mayor jerarquía, invadió la habitación. Silencio fruto del temor de sus subordinados no se hicieron esperar. Una risa seca quebró el silencio que reinaba. Por fin, por fin, por fin tengo entre mis manos a Julio. Bueno muchachos, debemos cumplir las órdenes del jefe. Dijo el tipo que acababa de entrar mientras los otros lo miraban atentos. Un soldado salió por la puerta seguido por dos de sus compañeros, mientras el soldado que parece ser coronel, por las insignias, se acerca a Julio y le dice al oído. Llego tu hora maldito guerrillero.  Una mesa y una silla entraron por la puerta en manos de los soldados que salieron, mientras un último militar cerraba la puerta mientras llevaba en sus manos una caja. El tipo que salió del costal fue sentado a la fuerza en la silla. Alejandro lo pudo ver bien. Era alto, joven, quizás era universitario. Tenía cabello negro y usaba lentes, solo que por fruto de los golpes estos, estaban rotos. Era moreno. El coronel se acerco a la mesa en donde habían dejado la caja. La abrió y con una mirada demoniaca observó lo que guardaba aquella caja de la muerte. Cuchillas, tornillos, martillos, sierras, cualquier clase de instrumento para torturar. ¿Lo anestesiamos? dijo un soldado, el coronel respondió con un movimiento de cabeza. Era un rotundo no.
Una pinza sintió el calor corporal de la mano del coronel, mientras el frio de una cuchilla se escapo, dando paso a unos dedos sudorosos y con un asqueroso olor a nicotina. El coronel  observó al prisionero y degusto, cada gota de lágrima que resbala por las mejillas del estudiante universitario. Un soldado se acerco al prisionero y con un movimiento brusco, desató la mordaza de la boca. El coronel se acerco y le dijo. Guerrillero, por todos los insultos que has inferido en contra del General Ríos Montt. Silencio, mientras la pinza sujeto la lengua y la cuchilla procedió a arrancar de la garganta, una lengua que denunciaba las injusticias sociales de la época. Dejaron sin voz a alguien que hablaba pero que nadie escuchaba. Luego un serrucho lleno de oxido salió de la caja. El coronel sonrió maliciosamente.  Lo miro y lo sostuvo, luego procedió a cortar, a cortar y a cortar, corto con hambre las manos. Así no podría escribir. Luego los soldados lo dejaron ahí, mientras se desangraba. Dos, tres, cuatro días y no podía morir. El rencor lo sostenía en vida. Julio no podía morir. El coronel dio la orden, debía ser fusilado aquella misma noche, de pie. El moribundo apenas si se pudo parar, fue así que un sonido seco de disparos, ahogo la vida de un hombre que tenia ideal. Ahora eran ideales truncados.

Mayo, 23.

  Encendió un cigarro y sintió como la lluvia le besaba las manos. Aquella noche ya no sentía nada, todo era tan lejano y el reloj era una l...