lunes, 23 de mayo de 2022

Mayo, 23.

 

Encendió un cigarro y sintió como la lluvia le besaba las manos. Aquella noche ya no sentía nada, todo era tan lejano y el reloj era una línea de meta que nunca jamás podía cruzar. Recursos perdidos o dejados en el olvido. Sueños titánicos para un simple aprendiz de mortal, metáfora cruel de Ícaro, sin cielo y sin suelo.

El humo del cigarro le raspaba la garganta, pocas veces se le había visto fumar. Las cuatro anteriores a aquella noche habían sido por sueños de amor no correspondidos, por descubrir las mentiras de años de un amor que le vendió exclusividad mientras se arrastraba y revolcaba con un aprendiz de maestro de obra. Para ella las leyes eran la excusa para atrasar un compromiso que nunca jamás se haría realidad. Para él aquellos cuatro cigarros anteriores habían sido escapes, tapar el sol con un dedo.

Muchas mañanas había deseado que no amaneciera, esta noche debía ser eterna. Qué el sol no aparezca en el horizonte. Salto cruel y sin vida, dejarse abrazar por la muerte y el olvido. Dejar de luchar y dejar de soñar. Hay vida que depende de ti, recordaba; corazones que estarán mejor sin la espina que ha causado un dolor imposible de reparar. Las acciones no cuentan cuando las palabras dadas se han vuelto paredes de galletas mojadas con chocolate sin amor.

Encendió un cigarro más y la lluvia le besaba el alma, aquella sonrisa de la fotografía le sonreía y le invitaba a no rendirse. Palabras que quizás nunca llegaran a escuchar sus oídos. Derrotas declaradas y peleas ya perdidas. Acorralado y vencido. A caminar. Qué la vida nos encuentre en marcha y que los dioses nos arrebaten al averno mientras caminamos. La vida se nos apaga como el cigarro que se consume entre sus dedos. Mientras caminaba pensaba, ya viene el veinticinco de mayo, la noche larga y amarga, la noche triste. Ya se asoma un aniversario más de la masacre. ¿Cuántos años tendría su hermano? A veces la gente nos olvida como se olvida el humo del cigarro mientras se eleva al cielo.  

lunes, 24 de diciembre de 2018

ESTRELLAS.


Caminaba descalzo, pero eso no importaba pues el concreto caliente y el frio del asfalto le habían insensibilizado las plantas de sus pies. Aquella piel era morena, oscura, olvidada; era tez morena, pero morena de la suciedad y de tanto que había caminado.
Miraba como la gente corría por las banquetas de las calles, aquello era una locura, una fiesta, era la algarabía de la víspera de Navidad. Sus ojos eran dos estrellas entre la negrura de su rostro. Todo él era la imagen del olvido, de la infancia de este país. Era flaco, era un flaco sin futuro.
Por las mañanas limpiaba vidrios en los semáforos, si le iba bien, compraba tres quetzales de pan y cinco tortrix. Si le iba mal, llegaba al mercado La Democracia, y sobre la avenida donde se colocaban las ventas de frutas, corría con toda su alma, en aquella carrera, tomaba como podía manzanas o naranjas. Ese era su rosario y rezo diario. Era la vida en su Guatemala.
Llegó al callejón que topaba con la parte trasera de la Pensión Bonifaz. Había una puerta que tenía una pestaña arriba, eso le servía de refugio en las noches y la pestaña le tapaba de la lluvia en el invierno.
Aquella noche sentía como el frio le abrazaba. Había sido un día muy malo y tenía hambre, y se moría de frio. La desesperanza le bombardeaba el corazón. Se acomodó en aquella puerta a la que llamaba casa, a lo lejos se escuchaban las cumbias y cohetillos, risas y uno que otro exabrupto provocado por un borracho.
Las estrellas se dejaban ver en todo su esplendor, era la Noche Buena, fiesta, risas, melancolía y alegría ¡Salud por los que se fueron! ¡Salud por los que se quedaron!
Sus ojos escudriñaban el firmamento, entonces sintió un aroma agradable, era dulce, pero aquel olor era tan dulce que le hizo cerrar sus ojos y aspirarlo a su interior, quizás aquel aroma le quitaba el hambre. Suspiró y se acordaba que estaba solo y con hambre. Era un niño en soledad aquella Navidad.
Cuando abrió los ojos, sintió miedo, un gato enorme, del tamaño de una persona, de color naranja y con ojos que escudriñaban y enternecían el alma. Parado en dos patas, en las cuales usaba unas botas enormes, un abrigo enorme y de color rojo, debajo del abrigo llevaba una especie de chaleco de color dorado, pantalón café, llevaba unos guantes de lana café en sus otras dos patas. Un cincho negro con una hebilla dorada en donde podía ver su reflejo. El gato le sonrió.
- ¿Puedo sentarme a tu lado? Tengo mucho frío- preguntó el gato.
El niño sorprendido se quedó sin palabras, asintió con su cabeza, con unos ojos absortos en aquello que miraba. Cuando el enorme gato se sentó a la par, lo tocaba con ambas manos incrédulo de aquella visión.
-Me llamo Hope ¿Tu? - dijo el gato.
 -Chepe- respondió tímidamente el niño.
- ¿Tienes frio Chepe? – Cuestionó el gato.
El niño contesto moviendo su cabeza, aceptando una realidad ante tan estúpida pregunta. El gato lo cobijo con su abrigo.
- ¿Te gustan las estrellas? – inquirió el gato.
- Si, mucho, son lindas – contestó Chepe.
- Los niños como tu son estrellas, están en esta tierra aprendiendo a brillar, por muy triste que sea su sonrisa, sus ojos son el lugar donde se da la concepción de los astros, ahí en esas miradas nacen; tu pronto serás una estrella- dijo el gato mientras el niño sentía como ronroneaba.
El niño sintió el calor por primera vez en muchas noches. Cerró los ojos y se abrazó al gato.
- ¿Tienes sueño? – preguntó el gato.
- Si – respondió el niño.
- Cierra los ojos y sueña, sueña en que eres feliz, que eres dichoso, que brillas para todas las personas y todas ellas te miran y se sienten realizadas al verte – mencionó el felino.
El niño cerró los ojos y en aquella ceguera temporal, vio el firmamento. La noche y el viento suspiraron sobre él, mientras un coro de risas infantiles se escuchaba aquella noche en aquel solitario callejón.
Al salir el sol, la mañana de Navidad, la policía informaba del hallazgo del cadáver de un niño. Fallecido por hipotermia. Llevaba un abrigo rojo y su rostro sonreía al infinito. Se burlaba de la mortalidad pues en la noche de Navidad, brillaría por primera vez en firmamento sobre la tierra.  

domingo, 2 de diciembre de 2018

Esperanza


El pasillo se encontraba en penumbras, solitario y silencioso. En un extremo una ventana que daba paso a observar el atardecer, al otro lado, en el fondo, una puerta metálica gris, en el lado derecho de aquel pasillo, se podían observar puertas de color blanco, de esas prefabricadas, tenían un numero en el centro. Enfrente de aquellas puertas una fila de butacas de plástico negro. El olor a medicinas invadía aquel pasillo, pues era el pasillo silencioso de un quinto piso en un hospital.
El silencio era roto por un pitido corto y seco, frio y triste, con un intervalo de tiempo que marcaba el ritmo final de un corazón. Una de las puertas se abrió, era la numerada con el ocho. De aquella habitación salió una mujer, de unos cincuenta y tantos años, pelo pintado y liso, despeinado por la pena, con ojos perdidos y con una tristeza que le embargaba su enamorado corazón. Dentro del cuarto, su esposo transitaba el último tramo de la vida en un suspiro.
Se sentó en una de las butacas, respiro hondo y rompió en llanto. Se le moría media vida en aquella cama. Cada sonidito de aquella máquina, era el recordatorio del tiempo que se iba, era una campanada en la futura soledad de su vida. Sus lágrimas caían al suelo de aquel pasillo, acostumbrado ya a recibir lágrimas y cambiarlas por la indiferencia del piso ajedrezado. El silencio la conquistó en medio del llanto.
La puerta metálica del fondo se abrió y se cerró con un golpe seco. Ella se sujetaba el rostro con las manos y sus brazos se apoyaban en las rodillas. Sintió un aroma a avena de vainilla que invadió el lugar. Escucho unos pasos acompañados por unos cascabeles y se percató que la persona se sentó a la par suya. Escucho su respiración y pudo sentir su mirada.
Una voz masculina de tono dulce y profundo, rompió aquel silencio acortado a instantes por los sollozos.
-Tranquila, todo estará bien-
Ella sintió como una mano le tocaba la espalda, entonces levantó el rostro para ver a la persona. Sus ojos encontraron una sorpresa. Era un gato enorme, gigante, era un gato del tamaño de una persona, sus ojos gatunos la miraban con ternura. Ella no sintió miedo y tampoco podía creer lo que miraba.
-Gracias- respondió ella con un suspiro cortando sus palabras.
Era un gato gigante, sentado a la par de ella, vestía un gran abrigo de color rojo, con cascabeles en los codos, botones dorados. Un suéter dorado con bordados de plata, un pantalón color corinto que se perdía en unas botas negras de pana.  El gato tenia pelaje naranja y blanco. Sus patas delanteras tenían unos guantes de color café. Era una visión increíble.
-No debes llorar, él te necesita fuerte para irse- comento el gato mirándole los ojos llorosos.
- ¿Cómo puede ser eso posible? Media vida se me va como agua entre las manos – respondió ella.
-Es parte de amar, hay que saber desprenderse y tener la esperanza de volverse a encontrar- dijo el gato mientras se acomodaba mejor en la butaca.
-Usted no entiende, mi esposo se me muere en esa cama- reclamó ella.
-Entiendo, claro que te entiendo, pero él ya cumplió la parte más importante de su misión, amarte con todas sus fuerzas hasta su último momento, pero en ese último momento, cuando venga ella por él, tú debes estar a su lado, ser fuerte, ya que siempre le ha gustado tu fortaleza, tu eres su fuerza y él ahora tiene miedo. Lo volverás a ver algún día- replicó el felino gigante mientras sus ojos se tornaban más tiernos.
-Yo también tengo miedo, ya no sería vida si no está él- sollozó ella.
El gato suspiró. Miró al cielo del pasillo y luego con una sonrisa le respondió: -Es vida, siempre será vida, él estará guiándote en cada momento con su recuerdo y tú le mantendrás vivo con tu memoria, los besos serán ahora caricias del viento y los abrazos vendrán con la lluvia-
Ella rompió en llanto, de nuevo se agarró el rostro con las manos y sintió como el alma se destrozaba en mil pedazos. Aquel amor, era un amor del alma, amor que se moría en una cama de un quinto piso, en un hospital.
El gato la miraba con amor, ella no entendía nada. Ni de la vida ni de la muerte, no entendía el suceso de hablar con un gato gigante.
- ¿Puedo darle un abrazo? - solicitó el minino.
Ella aceptó y pudo sentir el abrazo del gigantesco animal envolviéndola. Pudo sentir el aroma de avena de vainilla más fuerte y percibió el ronroneo que le confortó el corazón destrozado.
-Prométeme qué serás fuerte y, ante todo, nunca perderás la esperanza de verle de nuevo- solicitó el minino mientras la abrazaba.
-Lo prometo- le dijo ella sollozando. No podía parar de llorar.
El gato la soltó, se puso de pie y caminó de nuevo alejándose de ella con rumbo a la puerta metálica gris de donde había salido.
- ¿Cómo te llamas? - inquirió ella.
El gato se volteó, la miró por última vez y respondió: -Hope-
-Curioso, yo tuve un gatito como tú, al que le llamé así- respondía ella mientras se paraba.
- Lo sé – murmuro el gato alejándose por el pasillo y perdiéndose detrás de aquella puerta de metal.
El silencio invadió de nuevo el pasillo y el aroma de avena de vainilla se perdió. Ella suspiró. El aroma a medicina de nuevo emergió y el sonido contador de la vida le regresó a su realidad. Se limpió los ojos, respiró hondo y fue fuerte al entrar a ese cuarto, se volvió fuerte para amarlo eternamente, tal como a él le gustaba.

martes, 27 de noviembre de 2018

La cueva de la campana.


A H. Vargas.

El viento golpeaba su ser con toda la fuerza, su cuerpo estaba poniéndose rígido por el frio. Sus ojos miraban un horizonte lleno de nubes a sus pies, las puntas de los volcanes se miraban a lo lejos, asomando como niños que juegan al escondite.

El abuelo Tomás caminaba delante de él, algo increíble, aquel anciano de 80 años caminaba con facilidad y agilidad en medio de las piedras y en contra de la pendiente. Subir el volcán Santa María en diciembre era una muy mala idea, pero su líder necesitaba aquel tesoro.

El sueño de la restauración de la gloria a su Alemania se iba concretando poco a poco, pero su führer le había dado la orden de ir a ese remoto país y traerle el tesoro para seguir amasando las joyas y reliquias que le diesen poder y autoridad sobre todo hombre.   

Según lo que había escuchado del abuelo Tomás, la reliquia se encontraba en la cueva de la campana en el volcán. Ahí en donde sin saber el motivo, todos los días al medio día y a la media noche se escuchaba el eco de una campana. La tumba del rey Tecún se encontraba en ese lugar. El anciano accedió a llevarlo al lugar a cambio de una cantidad cómoda de quetzales y de una finca donde se cultivaba cardamomo en las Verapaces.

El frío de la madrugada le había congelado todo el ser, aquel hombre de nombre Franz, era blanco y de cabellos rubios, aunque con aquel clima, aquella madrugada de seguro le había convertido en un albino de pies a cabeza.

La semana anterior había recibido un cable de su embajador, en el cual le ordenaban encontrar la pieza buscada en menos de quince días, pues ya los planes para iniciar la segunda fase de la restauración de la gloria y se iniciaría la reconquista del Lebensraum. El tiempo estaba en su contra.



La leyenda decía que al ser asesinado el gran Tecún, le enterraron en el volcán Santa María, le cubrieron su rostro con una máscara de jade azul y detalles de jade verde. El jade azul era el tesoro más apreciado de las antiguas civilizaciones de la América Central. La máscara tenía el aspecto de un pájaro carpintero. Durante años fue buscada por los españoles que vivieron en los primeros años del dominio colonial, bajo el mando de Juan De León y Cardona. Pero nunca la encontraron. Era un secreto K’iche’ el lugar de la tumba de Tecún y ahora solo el abuelo Tomás sabía el lugar exacto.

Franz observó desde la altura, como el sol iniciaba a dibujar la ciudad de Quetzaltenango. Era un lugar tan minúsculo y bello, parecía una ciudad de juguete. Por un momento su corazón recordó sus navidades.

-Llegamos- mencionó el abuelo Tomás. –Quítese los zapatos para entrar en la cueva- añadió mientras se descalzaba y acto seguido, encendía un manojo de candelas.

El alemán se descalzó y siguió el leve rastro de luz en aquella oscuridad. A lo lejos escuchaba oraciones en k’iche’ que el abuelo Tomás rezaba, quizás pidiendo permiso, quizás pidiendo perdón, quizás invocando a la muerte.

Después de unos quince minutos de caminar en la oscuridad, con el silencio absoluto de acompañante, al anciano se detuvo y se puso de rodillas. Ante los ojos de Franz, una talla rectangular de piedra tallada se erguía ante él. Se acercó y pudo ver entre la penumbra de las velas, la hermosa mascara que se encontraba buscando. Su corazón se aceleró y entendió la grandeza de lo que había buscado. Era azul, hermosamente azul, detalles de color rojo, color verde. Era una verdadera belleza. Era la máscara de Tecún.  

La tomó entre sus manos mientras el anciano seguía en oración, pesaba mucho, sería una tortura bajar del volcán con ella, pero debía hacerlo. De su cintura tomó con fuerza y determinación su Parabellum, colocó los dedos en posición y en un grito secó acabó de un balazo la oración del abuelo Tomás.

-Heil Hitler!-

Franz recogió las candelas encendidas del suelo, caminó hacía la salida de la cueva. Nunca más volverían a estar en aquel volcán, ni el alemán ni aquel tesoro. Al abuelo Tomás lo dieron por muerto tres semanas después. La gente decía que se lo ganó el volcán por llevar a un extranjero a conocer un lugar sagrado.

lunes, 12 de noviembre de 2018

Flor de ruinas.


Para A. Contreras.



¡Qué sería la vida sin rosas! Una senda sin ritmo ni sangre,
un abismo sin noche ni día.
Ellas prestan al alma sus alas,
que sin ellas el alma moría,
sin estrellas, sin fe, sin las claras
ilusiones que el alma quería.
Federico García Lorca.


Al fondo, al sur, recto, en línea recta y vigilado por el arcángel, se erguía imponente el volcán. Verde y celeste, una mezcla de tornasol, de colores y de formas, dormido anoche, dormido hoy en la mañana, pero siempre temido.

Su hermano escupía otra nube aquella mañana, aquella tarde, aquella noche. No importa el tiempo en el lienzo de la pintora, misma que en medio de sus sueños encontró una razón para seguir haciendo eterna a la ciudad colonial, la ciudad de los volcanes, la ciudad de la eterna fuerza incontenible para salir adelante.
Fotografías pág. Facebook: Festival de las flores de Antigua.  



Ella sostenía el pincel y sin saberlo, pintaba en el lienzo de la historia, flores, rosas, girasoles, adornos, magia. Pintaba amores y desengaños, pintaba el recuerdo de la grandeza de los ancestros que entre temblores y tormentas dejaron un sueño abandonado.

Aun en medio de tanta belleza, de tanta mezcla y atardeceres de cobre y oro; a ella se le ocurrió la idea de adornar una ciudad que necesitaba de su mirada para poder ser una ciudad viva de nuevo.  Ojos celestiales concedidos a una princesa que llevaba el ecuador en su alma, era el centro del mundo y era el centro de muchos universos enamorados que bailaban a su alrededor.

La primera vez que la vi, no entendí la magnitud de sus flores. Luego otra tarde la vi caminar por una calle, miraba al cielo y se paraba en las esquinas, dibujaba sueños en su mente, se miraba feliz, estoy seguro de eso, pues sonreía y su sonrisa la elevaba al cielo. Era un sueño. La última vez que la vi, me habló de nervios y de alegrías, de cansancio y de esperanza.

Aquella golondrina antigüeña, sin saberlo no solo llenaba de flores una ciudad colonial, no solo le daba vida a una ciudad tan mágica como la otrora Santiago. Llenaba de flores el corazón de mucha gente a la que nunca conocería. Después de la poesía, las flores en todas sus clases y formas, son formas nobles y elevadas de alegrar y enamorar un alma.

Puedo estar seguro de que los volcanes le sonreían y en silencio le amaban, pues en aquella ciudad de incontables bellezas, ella era la flor de las ruinas.

lunes, 29 de octubre de 2018

El ánima sola




Sus ojos miraban lo mismo de todas las noches, de todos los días, una bóveda azul, tan azul que parecía negro, sin estrellas, sin nubes, sin luceros. Era un espacio vacío al que solo adornaban gemidos y el brillo de llamas qué se perdían en la eternidad.

Su sed era grande, podía jurar aquel ser encadenado a llamas de fuego, que su garganta era un volcán en erupción, tenía tanta sed y tanta pena, que ese sentimiento recordaba a los amores que tuvo en vida.

Fue un infractor del IX mandamiento, no una vez, miles de veces y centenares de ellas, pudo consumar la pasión carnal que le consumía las entrañas. Era un amante extraordinario, aunque sin sentimientos y con muchos corazones rotos en la espalda. Un don Juan que ahora purgaba sus pasiones bajas.

¿Por qué no en el infierno? La respuesta era sencilla, a ese mujeriego le robaron el corazón, se enamoró de una mujer pequeña, de cintura de avispa, de ojos de universo, una tentación realmente construida en carne, amor y perversión, un sol al que, en la pila bautismal, pusieron por nombre Marisol.

Ella aceptó ser su novia, no una, tres veces, las tres veces lo dejó, lo abandonó, lo engañó. Él seguía creyendo en ella, a tal punto que el día que aquella hermosa mujer se encontró con la muerte en una calle, él sin dudarlo le cambió su alma a la catrina por la de ella, sacrificó su vida para que su amor viviera.

En medio del fuego, de las llamas, las cadenas al rojo vivo le marcaban las muñecas y el cuello. Su corazón fue arrancado por la Muerte de su pecho y en un movimiento de la hoz lo sembró en el pecho de Marisol. Ella nunca supo de aquel sacrificio, de aquel amor tan grande, nunca lo supo.

Al llegar el alma desventurada sin corazón a las puertas del cielo, el apóstol al recibir el mandato del Altísimo, lo condujo al purgatorio, lo encadenó y lo dejó ahí. Sin embargo, miraba cada día de Marisol para que viera si su sacrificio había valido la pena.

Ella se casó con un amigo, aquel amigo la engañaba con ancianas, con señoritas y hasta con hombres. Ella sufría en silencio y no entendía el motivo de su desventura.  Sin embargo, aquel amigo escucho en vida lo que el ánima sola nunca pudo oír. Los labios de Marisol le decían a su oído, te amo.

Ella no sabía que una sola mirada, una sola sonrisa, un solo beso bastaba para consolar el alma encadenada en aquel purgatorio de amor y de olvido. Marisol nunca trajo flores a mi tumba, es más… ni a mi sepelio llegó.

En la eternidad, a la espera de un día de San Nicolás, el alma se quema en el olvido, se funde en la tristeza de aquel vacío, no hay purgatorio más triste, que el amor no correspondido.

martes, 23 de octubre de 2018

La Corona


La calle principal de San Arnulfo era ancha, adoquinada, con una vista especial de 
la iglesia católica desde el inicio del pueblo. No importaba el lugar donde se podría ubicar dentro del pueblo, el susurro del río se escuchaba siempre. Era la respiración de aquel lugar.

Al llegar a la pequeña plaza central, se ubicaba un falso pimiento en el centro, dándole sombra a una fuente de leones que vomitaban agua. La iglesia de sobria fachada barroca, era dedicada a San Arnulfo, el patrono de las cervezas. Desde el campanario se podía ver todo el pueblo, por eso fue que en la masacre de San Adelmo, aquel 25 de mayo de 1980, los tiradores del ejército tomaron la iglesia y no la quemaron.

Desde el campanario se observa la “Alameda de los dolores”, calle que conduce al sur del pueblo, con álamos sembrados durante la época de Ubico a los lados de las calles y que aún hoy se conservan. La alameda finaliza en el cementerio del pueblo. Tres cuadras antes del cementerio se encuentra la casa de doña Raquel, eterna florista del pueblo.

Doña Raquel es la principal invitada en los velorios, pues los deudos llegan a ella para pedirle la fabricación de las coronas de flores que se colocan sobre las cajas. Motivo por el cual, ella no llega a los velorios, pero si a las misas de cuerpo presente.

Este año es diferente para ella, su esposo, Jacinto Pérez ha fallecido en abril. Es por eso que la celebración de los fieles difuntos de este año, es acompañada con el silencio del luto, pues ha decidido guardarle duelo a su esposo hasta su muerte.

La corona de flores que le hizo a Jacinto fue especial, era redonda al igual que todas. Llevaba claveles rojos, pues fue la primera flor que le dio su esposo cuando la estaba enamorando. Ella recordaba ese día muy bien, antes de que empezará a llover las estrellas del cielo. Antes de los cachinflines asesinos de las navidades.

La otra flor que le colocó fue lirios. La decoró con lirios pues le recordaba al aroma que andaba su marido después de bañarse, excepto las tres veces que se cayó en el zanjón de la trinitaria, pues por mucho que se lavaba, seguía apestando.

La tercera flor que decoró aquella corona en aquella tarde abril, eran quince girasoles. En memoria de todos los quince de mes, fecha en que se habían vuelto novios y se habían casado. Quería colocarle girasoles, pues al dejarlos en la tumba, junto a su esposo, dejaba la alegría de los días junto a él.

Dicen las gentes del pueblo que aquella corona fue unida con las lágrimas de doña Raquel, quien no dejaba de llorar y tejía con sus lágrimas, los lazos que unían las flores en aquella corona. Con la punta de sus dedos tomaba las lágrimas y las convertía en hilo de dolor y olvido.


Cuando se despidió de su esposo al pie de la tumba, al atardecer de abril, llorando, se colocó junto a la caja y en un susurro dijo: -Siempre fuiste el viento que hizo volar este barrilete que tengo por corazón- Después de aquellas palabras, un beso y un adiós.
Doña Raquel sigue elaborando las coronas para los muertos del pueblo, en los próximos días tendrá mucho trabajo. Será la primera vez que ese barrilete canoso ya no vuele en los cielos de San Arnulfo.

Mayo, 23.

  Encendió un cigarro y sintió como la lluvia le besaba las manos. Aquella noche ya no sentía nada, todo era tan lejano y el reloj era una l...