martes, 11 de octubre de 2011

CEMENTERIO DE PINTURAS. II.


Las mañanas eran hermosas, la luz entraba en la casa como un  cuchillo en un pedazo de jalea. El pintor estaba feliz. Su nombre era Alejandro. El desayuno tenía una rutina rigurosa, un sabor inigualable. Luego de comer, se dirigía al estudio. Pintaba un rato. Luego salía a caminar a la ciudad y regresaba a almorzar y terminar con sus pinturas.
Una mañana de noviembre, Alejandro se levanto, se ducho y luego se dirigió a la cocina. Tenía hambre. Su ritual sagrado de desayuno le esperaba. Al llegar al umbral de la cocina, sintió en su cuerpo y en el ambiente mucho frio, los vellos de sus brazos se erizaron.
Extraño, pensó.
Al entrar en la cocina unas risas lo sorprendieron. Eran de niños, parecían estar jugando. Una niña de pelo rubio estaba sentada, le daba la espalda. Jugaba con una muñeca, pero Alejandro no le observo el rostro.   
Alejandro pregunto quién era ella, pero la nena no le dio el rostro. Alejandro entonces intrigado se acerco a ella y le tocó el hombro. Entonces sintió el olor a putrefacción que reinaba en el ambiente, algo que no había sentido hasta llegar a ella.
Alejandro se tapó la nariz, mientras la otra mano aun sostenía el hombro de la chiquilla. La nena se levantó y poco a poco se dio la vuelta. Alejandro no creía lo que podía ver, la nena no tenia rostro, en lugar de cara tenía su cráneo con algunos parches de carne quemada, la nena intento hablar, pero la mandíbula se le cayó. De uno de sus ojos, salió jugando un gusano que se volvió a colar dentro del cráneo por las ranuras de la nariz. Su pelo rubio estaba quemado en la parte superior del rostro. La lengua era lo único que detenía aquella mandíbula que colgaba en el aire. La mano de la nena, la mano derecha se levantó y se dirigía hacia el hombro de Alejandro, esa pequeña mano no tenía dos dedos y en la palma tenía un agujero, como si un cuchillo la hubiese lastimado ahí. Aquel agujero tenía muchos gusanos. La nena tenía unos ojos totalmente blancos.
Alejandro no podía creer eso. Aquella cosa estaba en su cocina. El frio se hizo mucho más intenso. Un gemido proveniente de lo que quedaba de garganta de aquel espanto, pareció decirle a Alejandro, pinta.
La nena, estaba de pie ante aquel hombre que se moría del miedo. La mano sin dedos señalo un lugar en la pared, a la par del refrigerador, pinta, pinta, pinta en ese lugar, parecía indicarle la nena. Luego caminó hacia la puerta de la cocina y en el inicio de las escaleras desapareció.
Alejandro no se podía mover del miedo.
El olor a podrido aun reinaba en ese lugar, el miedo se podía sentir en los cuartos de la casa. Solo Dios en su infinito poder, podía salvar a ese desventurado del destino que le esperaba.

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