martes, 27 de noviembre de 2018

La cueva de la campana.


A H. Vargas.

El viento golpeaba su ser con toda la fuerza, su cuerpo estaba poniéndose rígido por el frio. Sus ojos miraban un horizonte lleno de nubes a sus pies, las puntas de los volcanes se miraban a lo lejos, asomando como niños que juegan al escondite.

El abuelo Tomás caminaba delante de él, algo increíble, aquel anciano de 80 años caminaba con facilidad y agilidad en medio de las piedras y en contra de la pendiente. Subir el volcán Santa María en diciembre era una muy mala idea, pero su líder necesitaba aquel tesoro.

El sueño de la restauración de la gloria a su Alemania se iba concretando poco a poco, pero su führer le había dado la orden de ir a ese remoto país y traerle el tesoro para seguir amasando las joyas y reliquias que le diesen poder y autoridad sobre todo hombre.   

Según lo que había escuchado del abuelo Tomás, la reliquia se encontraba en la cueva de la campana en el volcán. Ahí en donde sin saber el motivo, todos los días al medio día y a la media noche se escuchaba el eco de una campana. La tumba del rey Tecún se encontraba en ese lugar. El anciano accedió a llevarlo al lugar a cambio de una cantidad cómoda de quetzales y de una finca donde se cultivaba cardamomo en las Verapaces.

El frío de la madrugada le había congelado todo el ser, aquel hombre de nombre Franz, era blanco y de cabellos rubios, aunque con aquel clima, aquella madrugada de seguro le había convertido en un albino de pies a cabeza.

La semana anterior había recibido un cable de su embajador, en el cual le ordenaban encontrar la pieza buscada en menos de quince días, pues ya los planes para iniciar la segunda fase de la restauración de la gloria y se iniciaría la reconquista del Lebensraum. El tiempo estaba en su contra.



La leyenda decía que al ser asesinado el gran Tecún, le enterraron en el volcán Santa María, le cubrieron su rostro con una máscara de jade azul y detalles de jade verde. El jade azul era el tesoro más apreciado de las antiguas civilizaciones de la América Central. La máscara tenía el aspecto de un pájaro carpintero. Durante años fue buscada por los españoles que vivieron en los primeros años del dominio colonial, bajo el mando de Juan De León y Cardona. Pero nunca la encontraron. Era un secreto K’iche’ el lugar de la tumba de Tecún y ahora solo el abuelo Tomás sabía el lugar exacto.

Franz observó desde la altura, como el sol iniciaba a dibujar la ciudad de Quetzaltenango. Era un lugar tan minúsculo y bello, parecía una ciudad de juguete. Por un momento su corazón recordó sus navidades.

-Llegamos- mencionó el abuelo Tomás. –Quítese los zapatos para entrar en la cueva- añadió mientras se descalzaba y acto seguido, encendía un manojo de candelas.

El alemán se descalzó y siguió el leve rastro de luz en aquella oscuridad. A lo lejos escuchaba oraciones en k’iche’ que el abuelo Tomás rezaba, quizás pidiendo permiso, quizás pidiendo perdón, quizás invocando a la muerte.

Después de unos quince minutos de caminar en la oscuridad, con el silencio absoluto de acompañante, al anciano se detuvo y se puso de rodillas. Ante los ojos de Franz, una talla rectangular de piedra tallada se erguía ante él. Se acercó y pudo ver entre la penumbra de las velas, la hermosa mascara que se encontraba buscando. Su corazón se aceleró y entendió la grandeza de lo que había buscado. Era azul, hermosamente azul, detalles de color rojo, color verde. Era una verdadera belleza. Era la máscara de Tecún.  

La tomó entre sus manos mientras el anciano seguía en oración, pesaba mucho, sería una tortura bajar del volcán con ella, pero debía hacerlo. De su cintura tomó con fuerza y determinación su Parabellum, colocó los dedos en posición y en un grito secó acabó de un balazo la oración del abuelo Tomás.

-Heil Hitler!-

Franz recogió las candelas encendidas del suelo, caminó hacía la salida de la cueva. Nunca más volverían a estar en aquel volcán, ni el alemán ni aquel tesoro. Al abuelo Tomás lo dieron por muerto tres semanas después. La gente decía que se lo ganó el volcán por llevar a un extranjero a conocer un lugar sagrado.

lunes, 12 de noviembre de 2018

Flor de ruinas.


Para A. Contreras.



¡Qué sería la vida sin rosas! Una senda sin ritmo ni sangre,
un abismo sin noche ni día.
Ellas prestan al alma sus alas,
que sin ellas el alma moría,
sin estrellas, sin fe, sin las claras
ilusiones que el alma quería.
Federico García Lorca.


Al fondo, al sur, recto, en línea recta y vigilado por el arcángel, se erguía imponente el volcán. Verde y celeste, una mezcla de tornasol, de colores y de formas, dormido anoche, dormido hoy en la mañana, pero siempre temido.

Su hermano escupía otra nube aquella mañana, aquella tarde, aquella noche. No importa el tiempo en el lienzo de la pintora, misma que en medio de sus sueños encontró una razón para seguir haciendo eterna a la ciudad colonial, la ciudad de los volcanes, la ciudad de la eterna fuerza incontenible para salir adelante.
Fotografías pág. Facebook: Festival de las flores de Antigua.  



Ella sostenía el pincel y sin saberlo, pintaba en el lienzo de la historia, flores, rosas, girasoles, adornos, magia. Pintaba amores y desengaños, pintaba el recuerdo de la grandeza de los ancestros que entre temblores y tormentas dejaron un sueño abandonado.

Aun en medio de tanta belleza, de tanta mezcla y atardeceres de cobre y oro; a ella se le ocurrió la idea de adornar una ciudad que necesitaba de su mirada para poder ser una ciudad viva de nuevo.  Ojos celestiales concedidos a una princesa que llevaba el ecuador en su alma, era el centro del mundo y era el centro de muchos universos enamorados que bailaban a su alrededor.

La primera vez que la vi, no entendí la magnitud de sus flores. Luego otra tarde la vi caminar por una calle, miraba al cielo y se paraba en las esquinas, dibujaba sueños en su mente, se miraba feliz, estoy seguro de eso, pues sonreía y su sonrisa la elevaba al cielo. Era un sueño. La última vez que la vi, me habló de nervios y de alegrías, de cansancio y de esperanza.

Aquella golondrina antigüeña, sin saberlo no solo llenaba de flores una ciudad colonial, no solo le daba vida a una ciudad tan mágica como la otrora Santiago. Llenaba de flores el corazón de mucha gente a la que nunca conocería. Después de la poesía, las flores en todas sus clases y formas, son formas nobles y elevadas de alegrar y enamorar un alma.

Puedo estar seguro de que los volcanes le sonreían y en silencio le amaban, pues en aquella ciudad de incontables bellezas, ella era la flor de las ruinas.

Mayo, 23.

  Encendió un cigarro y sintió como la lluvia le besaba las manos. Aquella noche ya no sentía nada, todo era tan lejano y el reloj era una l...