lunes, 24 de diciembre de 2018

ESTRELLAS.


Caminaba descalzo, pero eso no importaba pues el concreto caliente y el frio del asfalto le habían insensibilizado las plantas de sus pies. Aquella piel era morena, oscura, olvidada; era tez morena, pero morena de la suciedad y de tanto que había caminado.
Miraba como la gente corría por las banquetas de las calles, aquello era una locura, una fiesta, era la algarabía de la víspera de Navidad. Sus ojos eran dos estrellas entre la negrura de su rostro. Todo él era la imagen del olvido, de la infancia de este país. Era flaco, era un flaco sin futuro.
Por las mañanas limpiaba vidrios en los semáforos, si le iba bien, compraba tres quetzales de pan y cinco tortrix. Si le iba mal, llegaba al mercado La Democracia, y sobre la avenida donde se colocaban las ventas de frutas, corría con toda su alma, en aquella carrera, tomaba como podía manzanas o naranjas. Ese era su rosario y rezo diario. Era la vida en su Guatemala.
Llegó al callejón que topaba con la parte trasera de la Pensión Bonifaz. Había una puerta que tenía una pestaña arriba, eso le servía de refugio en las noches y la pestaña le tapaba de la lluvia en el invierno.
Aquella noche sentía como el frio le abrazaba. Había sido un día muy malo y tenía hambre, y se moría de frio. La desesperanza le bombardeaba el corazón. Se acomodó en aquella puerta a la que llamaba casa, a lo lejos se escuchaban las cumbias y cohetillos, risas y uno que otro exabrupto provocado por un borracho.
Las estrellas se dejaban ver en todo su esplendor, era la Noche Buena, fiesta, risas, melancolía y alegría ¡Salud por los que se fueron! ¡Salud por los que se quedaron!
Sus ojos escudriñaban el firmamento, entonces sintió un aroma agradable, era dulce, pero aquel olor era tan dulce que le hizo cerrar sus ojos y aspirarlo a su interior, quizás aquel aroma le quitaba el hambre. Suspiró y se acordaba que estaba solo y con hambre. Era un niño en soledad aquella Navidad.
Cuando abrió los ojos, sintió miedo, un gato enorme, del tamaño de una persona, de color naranja y con ojos que escudriñaban y enternecían el alma. Parado en dos patas, en las cuales usaba unas botas enormes, un abrigo enorme y de color rojo, debajo del abrigo llevaba una especie de chaleco de color dorado, pantalón café, llevaba unos guantes de lana café en sus otras dos patas. Un cincho negro con una hebilla dorada en donde podía ver su reflejo. El gato le sonrió.
- ¿Puedo sentarme a tu lado? Tengo mucho frío- preguntó el gato.
El niño sorprendido se quedó sin palabras, asintió con su cabeza, con unos ojos absortos en aquello que miraba. Cuando el enorme gato se sentó a la par, lo tocaba con ambas manos incrédulo de aquella visión.
-Me llamo Hope ¿Tu? - dijo el gato.
 -Chepe- respondió tímidamente el niño.
- ¿Tienes frio Chepe? – Cuestionó el gato.
El niño contesto moviendo su cabeza, aceptando una realidad ante tan estúpida pregunta. El gato lo cobijo con su abrigo.
- ¿Te gustan las estrellas? – inquirió el gato.
- Si, mucho, son lindas – contestó Chepe.
- Los niños como tu son estrellas, están en esta tierra aprendiendo a brillar, por muy triste que sea su sonrisa, sus ojos son el lugar donde se da la concepción de los astros, ahí en esas miradas nacen; tu pronto serás una estrella- dijo el gato mientras el niño sentía como ronroneaba.
El niño sintió el calor por primera vez en muchas noches. Cerró los ojos y se abrazó al gato.
- ¿Tienes sueño? – preguntó el gato.
- Si – respondió el niño.
- Cierra los ojos y sueña, sueña en que eres feliz, que eres dichoso, que brillas para todas las personas y todas ellas te miran y se sienten realizadas al verte – mencionó el felino.
El niño cerró los ojos y en aquella ceguera temporal, vio el firmamento. La noche y el viento suspiraron sobre él, mientras un coro de risas infantiles se escuchaba aquella noche en aquel solitario callejón.
Al salir el sol, la mañana de Navidad, la policía informaba del hallazgo del cadáver de un niño. Fallecido por hipotermia. Llevaba un abrigo rojo y su rostro sonreía al infinito. Se burlaba de la mortalidad pues en la noche de Navidad, brillaría por primera vez en firmamento sobre la tierra.  

domingo, 2 de diciembre de 2018

Esperanza


El pasillo se encontraba en penumbras, solitario y silencioso. En un extremo una ventana que daba paso a observar el atardecer, al otro lado, en el fondo, una puerta metálica gris, en el lado derecho de aquel pasillo, se podían observar puertas de color blanco, de esas prefabricadas, tenían un numero en el centro. Enfrente de aquellas puertas una fila de butacas de plástico negro. El olor a medicinas invadía aquel pasillo, pues era el pasillo silencioso de un quinto piso en un hospital.
El silencio era roto por un pitido corto y seco, frio y triste, con un intervalo de tiempo que marcaba el ritmo final de un corazón. Una de las puertas se abrió, era la numerada con el ocho. De aquella habitación salió una mujer, de unos cincuenta y tantos años, pelo pintado y liso, despeinado por la pena, con ojos perdidos y con una tristeza que le embargaba su enamorado corazón. Dentro del cuarto, su esposo transitaba el último tramo de la vida en un suspiro.
Se sentó en una de las butacas, respiro hondo y rompió en llanto. Se le moría media vida en aquella cama. Cada sonidito de aquella máquina, era el recordatorio del tiempo que se iba, era una campanada en la futura soledad de su vida. Sus lágrimas caían al suelo de aquel pasillo, acostumbrado ya a recibir lágrimas y cambiarlas por la indiferencia del piso ajedrezado. El silencio la conquistó en medio del llanto.
La puerta metálica del fondo se abrió y se cerró con un golpe seco. Ella se sujetaba el rostro con las manos y sus brazos se apoyaban en las rodillas. Sintió un aroma a avena de vainilla que invadió el lugar. Escucho unos pasos acompañados por unos cascabeles y se percató que la persona se sentó a la par suya. Escucho su respiración y pudo sentir su mirada.
Una voz masculina de tono dulce y profundo, rompió aquel silencio acortado a instantes por los sollozos.
-Tranquila, todo estará bien-
Ella sintió como una mano le tocaba la espalda, entonces levantó el rostro para ver a la persona. Sus ojos encontraron una sorpresa. Era un gato enorme, gigante, era un gato del tamaño de una persona, sus ojos gatunos la miraban con ternura. Ella no sintió miedo y tampoco podía creer lo que miraba.
-Gracias- respondió ella con un suspiro cortando sus palabras.
Era un gato gigante, sentado a la par de ella, vestía un gran abrigo de color rojo, con cascabeles en los codos, botones dorados. Un suéter dorado con bordados de plata, un pantalón color corinto que se perdía en unas botas negras de pana.  El gato tenia pelaje naranja y blanco. Sus patas delanteras tenían unos guantes de color café. Era una visión increíble.
-No debes llorar, él te necesita fuerte para irse- comento el gato mirándole los ojos llorosos.
- ¿Cómo puede ser eso posible? Media vida se me va como agua entre las manos – respondió ella.
-Es parte de amar, hay que saber desprenderse y tener la esperanza de volverse a encontrar- dijo el gato mientras se acomodaba mejor en la butaca.
-Usted no entiende, mi esposo se me muere en esa cama- reclamó ella.
-Entiendo, claro que te entiendo, pero él ya cumplió la parte más importante de su misión, amarte con todas sus fuerzas hasta su último momento, pero en ese último momento, cuando venga ella por él, tú debes estar a su lado, ser fuerte, ya que siempre le ha gustado tu fortaleza, tu eres su fuerza y él ahora tiene miedo. Lo volverás a ver algún día- replicó el felino gigante mientras sus ojos se tornaban más tiernos.
-Yo también tengo miedo, ya no sería vida si no está él- sollozó ella.
El gato suspiró. Miró al cielo del pasillo y luego con una sonrisa le respondió: -Es vida, siempre será vida, él estará guiándote en cada momento con su recuerdo y tú le mantendrás vivo con tu memoria, los besos serán ahora caricias del viento y los abrazos vendrán con la lluvia-
Ella rompió en llanto, de nuevo se agarró el rostro con las manos y sintió como el alma se destrozaba en mil pedazos. Aquel amor, era un amor del alma, amor que se moría en una cama de un quinto piso, en un hospital.
El gato la miraba con amor, ella no entendía nada. Ni de la vida ni de la muerte, no entendía el suceso de hablar con un gato gigante.
- ¿Puedo darle un abrazo? - solicitó el minino.
Ella aceptó y pudo sentir el abrazo del gigantesco animal envolviéndola. Pudo sentir el aroma de avena de vainilla más fuerte y percibió el ronroneo que le confortó el corazón destrozado.
-Prométeme qué serás fuerte y, ante todo, nunca perderás la esperanza de verle de nuevo- solicitó el minino mientras la abrazaba.
-Lo prometo- le dijo ella sollozando. No podía parar de llorar.
El gato la soltó, se puso de pie y caminó de nuevo alejándose de ella con rumbo a la puerta metálica gris de donde había salido.
- ¿Cómo te llamas? - inquirió ella.
El gato se volteó, la miró por última vez y respondió: -Hope-
-Curioso, yo tuve un gatito como tú, al que le llamé así- respondía ella mientras se paraba.
- Lo sé – murmuro el gato alejándose por el pasillo y perdiéndose detrás de aquella puerta de metal.
El silencio invadió de nuevo el pasillo y el aroma de avena de vainilla se perdió. Ella suspiró. El aroma a medicina de nuevo emergió y el sonido contador de la vida le regresó a su realidad. Se limpió los ojos, respiró hondo y fue fuerte al entrar a ese cuarto, se volvió fuerte para amarlo eternamente, tal como a él le gustaba.

Mayo, 23.

  Encendió un cigarro y sintió como la lluvia le besaba las manos. Aquella noche ya no sentía nada, todo era tan lejano y el reloj era una l...