lunes, 29 de octubre de 2018

El ánima sola




Sus ojos miraban lo mismo de todas las noches, de todos los días, una bóveda azul, tan azul que parecía negro, sin estrellas, sin nubes, sin luceros. Era un espacio vacío al que solo adornaban gemidos y el brillo de llamas qué se perdían en la eternidad.

Su sed era grande, podía jurar aquel ser encadenado a llamas de fuego, que su garganta era un volcán en erupción, tenía tanta sed y tanta pena, que ese sentimiento recordaba a los amores que tuvo en vida.

Fue un infractor del IX mandamiento, no una vez, miles de veces y centenares de ellas, pudo consumar la pasión carnal que le consumía las entrañas. Era un amante extraordinario, aunque sin sentimientos y con muchos corazones rotos en la espalda. Un don Juan que ahora purgaba sus pasiones bajas.

¿Por qué no en el infierno? La respuesta era sencilla, a ese mujeriego le robaron el corazón, se enamoró de una mujer pequeña, de cintura de avispa, de ojos de universo, una tentación realmente construida en carne, amor y perversión, un sol al que, en la pila bautismal, pusieron por nombre Marisol.

Ella aceptó ser su novia, no una, tres veces, las tres veces lo dejó, lo abandonó, lo engañó. Él seguía creyendo en ella, a tal punto que el día que aquella hermosa mujer se encontró con la muerte en una calle, él sin dudarlo le cambió su alma a la catrina por la de ella, sacrificó su vida para que su amor viviera.

En medio del fuego, de las llamas, las cadenas al rojo vivo le marcaban las muñecas y el cuello. Su corazón fue arrancado por la Muerte de su pecho y en un movimiento de la hoz lo sembró en el pecho de Marisol. Ella nunca supo de aquel sacrificio, de aquel amor tan grande, nunca lo supo.

Al llegar el alma desventurada sin corazón a las puertas del cielo, el apóstol al recibir el mandato del Altísimo, lo condujo al purgatorio, lo encadenó y lo dejó ahí. Sin embargo, miraba cada día de Marisol para que viera si su sacrificio había valido la pena.

Ella se casó con un amigo, aquel amigo la engañaba con ancianas, con señoritas y hasta con hombres. Ella sufría en silencio y no entendía el motivo de su desventura.  Sin embargo, aquel amigo escucho en vida lo que el ánima sola nunca pudo oír. Los labios de Marisol le decían a su oído, te amo.

Ella no sabía que una sola mirada, una sola sonrisa, un solo beso bastaba para consolar el alma encadenada en aquel purgatorio de amor y de olvido. Marisol nunca trajo flores a mi tumba, es más… ni a mi sepelio llegó.

En la eternidad, a la espera de un día de San Nicolás, el alma se quema en el olvido, se funde en la tristeza de aquel vacío, no hay purgatorio más triste, que el amor no correspondido.

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