lunes, 3 de octubre de 2016

CRONOPIA


(Balada para una cereza)
Para Ale G.

No se había comunicado en días y ese silencio le estaba asfixiando; se había desesperado y ahora miraba a cada minuto la pantalla del móvil, esperando un mensaje, una señal, un algo, ¡lo que fuera!

Esa mañana estaba vestida tan sólo con su cabello y su piel, se había imaginado muchas veces como eran sus besos, como eran sus ojos en vivo; la imagen que más había repetido sobre su cuerpo era la fuerza de un aguacero, de esos que caen en San Luis Potosí.

La había visto una mañana desde el otro lado del móvil, su figura fue lo de menos; su mirada se dirigió rápido a la fuerza que tenía ese conjunto monumental que eran sus ojos y su sonrisa. Era simplemente hermosa, era única y estaba a más de mil kilómetros de distancia, a otro mundo, detrás de una frontera. Ella era un sueño que vivía en su mismo mundo, aunque en otro universo.

Debía vestirse para ir a clases, luego a trabajar y regresar a la casa; ¡debía colocarse la careta de mujer fuerte, de amazona! Podía estudiar los asuntos y enfermedades de la mente, pero nunca podía entender los asuntos del corazón de todos los que la rodeaban. Monótono mundo en el que vivía, pero ahora él le había puesto un nuevo y extraño color.

Ambos se querían enamorar, pero ambos encontraban maneras de pasar el amor.
Pensaba y creía que él llegaría ese día, había algo que le decía que ese silencio de jazz y soledades gatunas, esos poemas sin alma; eran porque él había tomado un bus y se dirigía hacia ella en esos momentos. Aunque a veces creía que él se había aburrido y por ende ya no le escribiría, y no la buscaría. Era un hombre más y al no verla buscaría otra.

Pero así era aquello, cartas que iban y venían; damas de compañía y compañeros de tequilas. Ambos caminaban por rumbos distintos, se amaban, se despreciaban, ambos escuchaban el mismo concierto de jazz y se volvían a amar. Hacer el amor era escribirse y mirar las estrellas por las noches; el amor era una carta que llegaba y sonidos que viajaban por el espacio, ambos conocían su voz, pero no habían probado su carne. Ambos querían estar juntos, pero el mundo no los dejaba;  tenían más locuras que los separaban que ternuras que los unían.

Se pondría el vestido negro con las cerezas estampadas, así si él llegaba aquel día se reconocerían, se mirarían y se besarían. Ese vestido que estaba en sus fotos y que él utilizaba con cada poema que le escribía. Él la amaba en silencio; y solo los dos sabían que aquello que leían ahora sus ojos era la declaración, y la primera carta de amor de una larga historia que los caminaría a estar quizás juntos.

Ella se moría por verle, y él por abrazarla. Ella era tan “vodka de cherry” y él era un “güisqui on the rocks”. Juntos podrían ser un mezcal, una bebida de amor y de pasión. El timbre del cambio de clases sonó. Ella camino a la biblioteca, buscó un libro de Saramago: Todos los nombres; su mano tocó el libro, y al mismo tiempo fue sujetada por otra mano. Miro al dueño de la mano y reconoció las ojeras que había deseado ver tantas veces. Silencio, y dos bocas juntaron sus labios para bailar una balada que nunca dejaría de sonar.

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