(Balada para una cereza)
Para Ale G.
No se había comunicado en días y ese silencio le
estaba asfixiando; se había desesperado y ahora miraba a cada minuto la
pantalla del móvil, esperando un mensaje, una señal, un algo, ¡lo que fuera!
Esa mañana estaba vestida tan sólo con su cabello y
su piel, se había imaginado muchas veces como eran sus besos, como eran sus
ojos en vivo; la imagen que más había repetido sobre su cuerpo era la fuerza de
un aguacero, de esos que caen en San Luis Potosí.
La había visto una mañana desde el otro lado del
móvil, su figura fue lo de menos; su mirada se dirigió rápido a la fuerza que
tenía ese conjunto monumental que eran sus ojos y su sonrisa. Era simplemente
hermosa, era única y estaba a más de mil kilómetros de distancia, a otro mundo,
detrás de una frontera. Ella era un sueño que vivía en su mismo mundo, aunque
en otro universo.
Debía vestirse para ir a clases, luego a trabajar y
regresar a la casa; ¡debía colocarse la careta de mujer fuerte, de amazona!
Podía estudiar los asuntos y enfermedades de la mente, pero nunca podía
entender los asuntos del corazón de todos los que la rodeaban. Monótono mundo
en el que vivía, pero ahora él le había puesto un nuevo y extraño color.
Ambos se querían enamorar, pero ambos encontraban
maneras de pasar el amor.
Pensaba y creía que él llegaría ese día, había algo
que le decía que ese silencio de jazz y soledades gatunas, esos poemas sin alma;
eran porque él había tomado un bus y se dirigía hacia ella en esos momentos.
Aunque a veces creía que él se había aburrido y por ende ya no le escribiría, y
no la buscaría. Era un hombre más y al no verla buscaría otra.
Pero así era aquello, cartas que iban y venían;
damas de compañía y compañeros de tequilas. Ambos caminaban por rumbos
distintos, se amaban, se despreciaban, ambos escuchaban el mismo concierto de jazz
y se volvían a amar. Hacer el amor era escribirse y mirar las estrellas por las
noches; el amor era una carta que llegaba y sonidos que viajaban por el
espacio, ambos conocían su voz, pero no habían probado su carne. Ambos querían
estar juntos, pero el mundo no los dejaba; tenían más locuras que los separaban que
ternuras que los unían.
Se pondría el vestido negro con las cerezas
estampadas, así si él llegaba aquel día se reconocerían, se mirarían y se
besarían. Ese vestido que estaba en sus fotos y que él utilizaba con cada poema
que le escribía. Él la amaba en silencio; y solo los dos sabían que aquello que
leían ahora sus ojos era la declaración, y la primera carta de amor de una larga
historia que los caminaría a estar quizás juntos.
Ella se moría por verle, y él por abrazarla. Ella
era tan “vodka de cherry” y él era un
“güisqui on the rocks”. Juntos
podrían ser un mezcal, una bebida de amor y de pasión. El timbre del cambio de
clases sonó. Ella camino a la biblioteca, buscó un libro de Saramago: Todos los nombres; su mano tocó el libro,
y al mismo tiempo fue sujetada por otra mano. Miro al dueño de la mano y
reconoció las ojeras que había deseado ver tantas veces. Silencio, y dos bocas
juntaron sus labios para bailar una balada que nunca dejaría de sonar.
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