Para: M. Rivas.
La calle se miraba ajena, la
lluvia siempre le otorgaba ese tono melancólico, el gris no solo se apoderaba
del cielo, el corazón se le volvía viejo. La taza de café era su única acompañante
en la mesa de aquella cafetería. Del otro lado del vidrio, la calle, con un
gusano multicolor formado por distintos automóviles. La lluvia seguía besando
el suelo, mientras dibujaba al otro lado del vidrio la figura titánica del
Teatro Municipal.
Con tristeza levantó los ojos, el
reloj marcaba quince para las seis. Su corazón le mandó una señal a su cuerpo,
misma que fue sentida por él. Un ligero dolor le nació de las entrañas. Su mano
derecha sostuvo tembloroso la taza de café. Ella no llegaría. A lo lejos en la
radio de aquella taberna, la voz inconfundible de Brenda rompió el silencio.
Entonces se olvidó del amor que lo dejaba plantado, para recordar la mirada de
la locutora en aquella biblioteca, de eso ya casi dos abriles.
Pidió la cuenta y dejó un billete
de diez sobre la mesa. Se levantó, se colocó la chaqueta y salió del lugar. Su
corazón le hizo ver una ultima vez sobre toda la banqueta de la catorce
avenida. Del otro lado, los ojos de bronce de los poetas le miraban con
tristeza y con un cierto toque de burla, a ellos los amores los destrozaron igual,
por eso escupieron poesía.
Su nombre no tiene caso, pero aquella
tarde, sus lágrimas fueron disfrazadas por la lluvia, había esperado tanto por
ella, luchó por una oportunidad para un café. En fin la vida era así. Sus oídos
escucharon gritos y balazos unas cuadras abajo. La muerte quizás era la novia
que buscaba. Sin pensarlo dos veces corrió al lugar.
Dos delincuentes asaltaban un
banco, habían matado al guardia y ahora, con pistolas en mano, se mentaban la
madre con la policía mientras unas mujeres gritaban, la sangre del policía se
mezclaba con el agua y se volvía gris en el olvido del pavimento, era un muerto
más en la estadísticas de Guatemala, un muerto más. Sin importancia para el
Estado, sin importancia para el Ministerio Público. Un guatemalteco de a pie
muerto, sin importancia para el dios colombiano de zona catorce.
En un ataque de locura, se sintió
Batman, se lanzó sobre los criminales, quienes en la tensión y los nervios,
soltaron disparos al aire. Sintió como las balas pasaban a su lado, le acariciaba
la muerte la piel. Gritos, silencio, disparos. Luego observó la cara con bigote
de uno de aquellos hombres mojado por la lluvia, se acercaba más y más… él
esperaba una bala atravesando su carne.
En medio de la confusión, la policía
se abalanzó sobre los maleantes, una escena congelada en el tiempo, mojada tan
solo por la lluvia y por el olvido de aquella que nunca llegó al café. Los disparos
iban y venían, la vida siguió como siguen las cosas que no tienen mucha
importancia.
Aquella noche, los diarios informaban
sobre el valiente justiciero que se abalanzo sobre los criminales y evitó un
robo de miles de quetzales. Su nombre estaba en todos los noticieros. A las
diez de la noche era la persona más famosa de Quetzaltenango. A las diez de la
noche, el policía muerto seguía tirado en la puerta del banco esperando
justicia. La sangre fue lavada por la lluvia y el olvido.
La justicia aquel día de agosto,
había robado una vida, un corazón. Al final, la taza de café era una excusa
para morir en unos labios, fue excusa para morir por las balas, pero el corazón
roto encontró dichoso ser héroe, al salvar dinero. Qué poco vale la vida en un
país olvidado por el mundo.