El silencio de la tarde lo envolvía,
el viento corría de un lado a otro del valle, los pinos se mostraban opacos,
por el reflejo de los cortinajes sombríos que avanzaban y mataban a cada paso,
a cada segundo, la luz del astro que iluminaba el valle, el valle se cubría con
la frazada de la tormenta. Sus ojos buscaban
una gota de color, pero las gotas que el cielo regalaba eran pálidas,
cristalinas, sin color alguno, tan monótonas y simples como el beso del viento
una tarde verano. Sus ojos contemplaban con asombro las cortinas que avanzaban
sobre el valle, color oscuro, color de tiempo, color de muerte. Los rugidos del
cielo hacían que él se sentara mejor sobre su silla. El viento arreciaba y los ángeles de la muerte cubrían con sus alas
el inmenso lienzo de una tarde tormentosa, la tarde tomaba color de pluma,
mientras las aves buscaban escondite para soportar la tormenta. Sus manos
sostenían el bastón, húmedo por las lágrimas de los ángeles, mojado y tan
igual, como siempre, las lágrimas no tienen color, igual da, sus ojos no
distinguen color alguno, es ciego de nacimiento.
Un viaje por las letras de Eleázar Adolfo Molina. Escritor de narrativa y algunas otras cosas. Autor de Canto Nocturno (2018) y Pesadillas de un espantapájaros (2011). Miembro de Testosterona Literaria. Cofundador de Diario de Los Altos.
lunes, 3 de septiembre de 2012
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