El silencio es algo absurdo, pensaba, mientras veía en su silencio, la soledad del departamento. Es raro que él no esté ahí con ella, está sola, pensando en las cosas que pasaron, en la estúpida pelea que lo alejo de su lado. Si tan solo no fueras tan orgullosa, pensaba; si tan solo te hubieras tragado el enojo y decirle que sí, que él tenía la maldita razón. Parecía raro, era extraño pensaba, un hombre que tenía la razón en una relación, por primera vez en todo ese tiempo juntos, había estallado el volcán.
Una vez más la cólera se apodero de sus pensamientos, el enojo volvió a invadir su corazón. El demonio terco de la soledad se metió tan hondo esta vez, que empezó a llorar nuevamente, lo extrañaba, pero no lo buscaría, él tenía que buscarla a ella, pedirle perdón, decirle que la amaba y que no quería estar sin ella. Todo ese tiempo juntos y nunca habían peleado hasta esa tarde. Sus ojos escupían dolor, mientras en la ventana se observaban las gotas de lluvia, una tormenta se había desatado, el aire resoplaba y para colmo de males, la luz llevaba casi una hora de suspensión. Un alarido de rabia, de dolor e impotencia emergió de su garganta. “Te extraño” pensó, pero solo lo pensó y no le buscaría.
Desde que le conoció, se enamoró de él, vivía pensando en esos ojos castaños, que la derretían al solo posar su mirada en ella. En esos labios toscos y en ese ralo cabello negro, que simplemente era para ella la frontera entre la pasión y la locura. Todos los días pensaba en él, es más, hasta contaba los minutos para volver a verle. Sus brazos la enamoraban en cada abrazo, sus besos era un poema de amor. Él era detallista, cariñoso, hasta donde ella sabía era fiel, pero siempre le había amado. Se hicieron novios, una tarde perfecta, parecía verano en pleno invierno lluvioso de septiembre. La amaba y ella le amaba. Los dos eran almas gemelas. Él le juraba estar enamorado de su cabello, de su mirada, de su cintura, sus piernas, las cuales comparaba con cascadas interminables de belleza perfecta y amaba con pasión sus muslos. Cuando hacían el amor, ella se abandonaba a él, el placer de estar con él era un delirio, una guerra perdida en contra del amor. No podían vivir sin el otro. Era amor del bueno.
Decía San Agustín, que el que no tiene celos, no está enamorado. Los celos fueron la razón primordial de la pelea, las discusiones y el enojo posterior. Él la amaba, pero le incomodaban un poco las actitudes de algunos de sus amigos. Ella no les daba la mayor importancia, hasta esa fatídica tarde. Roberto, un amigo de ella, la arrincono y la beso a la fuerza, a la vez que él llegaba y observaba todo. El enojo se apodero de él, sin decir nada se alejo de ahí, al tiempo que ella se zafaba y miraba como el amor de su vida se alejaba de ella para siempre. Discutieron, se dijeron de todo, ese veneno rencoroso de semanas, meses y años salió, causo todo el daño que podía causar. Fue así que la pelea destruyo el amor. Eso pensaba ella, justo en el momento en que un rayo la sacaba de concentración. Un suspiro y más lagrimas hijas de esa soledad.
Ella comprendía que el enojo no era contra él, era contra ella misma. Por el hecho de estar enamorada de él, de tal forma y tal pasión que no se podía enojar con él, no quería perder el tiempo discutiendo con él, ese tiempo era mejor utilizarlo en caricias, besos, miradas cómplices y “te amo” al oído. Hasta donde ella se había enterado, él estaba bien, saliendo con sus amigos y parecía que no le afectaba aquella separación. Se habían separado tan solo unos días atrás, pero ella los había sentido como cuatro o cinco siglos. Amaba dormir a su lado, besarle las mejillas y jugar con su pelo. Lo amaba.
El celular sonó de pronto. En la pantalla el numero y el nombre de él. En el ambiente hacia concierto una canción de Juan Luis Guerra que él le había dedicado a ella. Días sin aparecer y ahora la llamaba. ¿Se le habrá pasado el enojo? De pronto su corazón empezó a palpitar rápidamente. Estaba enamorada ¿Qué jodidos estaba esperando para contestar? Se abalanzó sobre el teléfono, agitada contesto la llamada y se derritió al escuchar la voz de su amado al otro lado.
-¿Mi amor?- susurro ella.
-Hola bebita ¿Cómo estas?- respondió él.
(Un suspiro de ella, una lágrima saliendo de sus ojos, era cierto, era su voz, era él, lo amaba, pero todo despacio, había que limar asperezas primero).
-Perdóname- dijo él de pronto.
Silencio, otra lágrima siguió a la primera. Otro suspiro (dile que lo amas).
-Perdóname por favor. Te necesito, me haces mucha falta.- dijo casi llorando él.
-Sí, amor, te perdono- dijo ella venciendo toneladas de orgullo y rabia. Vale la pena la felicidad para olvidarse del maldito orgullo. Vale la pena el amor para volver a perdonar.
Del otro lado de la línea, él lloraba y le decía cosas bellas. Ella lo sentía cerca, demasiado cerca, qué sentía que le abrazaba.
-Te prometo que será nuestra última reconciliación- dijo él, mientras ella aceptaba aquella promesa, pues en su corazón algo le decía que era verdad, que nunca jamás pelarían otra vez. Un tosco adiós, seguido de un tosco beso y colgó. Ella estallo en lágrimas, pero ahora de felicidad. Lo amaba y él volvería. Se quedó sentada observando la lluvia por la ventana. Nunca había estado tan feliz.
Miles de pensamientos pasaron por su mente, desde planes inmediatos, como por ejemplo, la forma en que lo iba a besar, hasta el planeamiento excesivo de un abrazo. La forma en que soltaría un suspiro coquetamente cuando él la abrazara. Los pensamientos de dolor cambiaron por pensamientos de amor. La tristeza fue vencida por la alegría.
El celular volvió a llamar su atención. Contesto y escucho la voz de doña Ángela, la madre de él. Lloraba con todas sus fuerzas. Penélope escucho, contradijo lo que escuchaba y acabo por salir del lugar de prisa. La lluvia era mucho más fuerte.
Camino tres calles, cuando vio lo que doña Ángela le había relatado. Un poste estaba tirado, por los fuertes vientos de la tormenta. Había caído sobre un auto color negro. Lo había partido por la mitad y había matado a su ocupante, los bomberos luchaban por sacar el cuerpo. Ella decidió correr y al llegar estallo en llanto. Penélope observo el cuerpo inerte de Ulises dentro del auto. Muerto, aplastado por el poste. Mismo que no vio, por la fuerza de la tormenta. Aquella tarde. Se confirmo que el amor dura más allá de la muerte. Ulises llevaba alrededor de una hora muerto.
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