A H. Vargas.
El viento golpeaba su ser con toda la fuerza, su cuerpo estaba poniéndose
rígido por el frio. Sus ojos miraban un horizonte lleno de nubes a sus pies,
las puntas de los volcanes se miraban a lo lejos, asomando como niños que
juegan al escondite.

El sueño de la restauración de la gloria a su Alemania se iba concretando
poco a poco, pero su führer le había dado la orden de ir a ese remoto país y
traerle el tesoro para seguir amasando las joyas y reliquias que le diesen
poder y autoridad sobre todo hombre.
Según lo que había escuchado del abuelo Tomás, la reliquia se encontraba
en la cueva de la campana en el volcán. Ahí en donde sin saber el motivo, todos
los días al medio día y a la media noche se escuchaba el eco de una campana. La
tumba del rey Tecún se encontraba en ese lugar. El anciano accedió a llevarlo
al lugar a cambio de una cantidad cómoda de quetzales y de una finca donde se
cultivaba cardamomo en las Verapaces.
El frío de la madrugada le había congelado todo el ser, aquel hombre de
nombre Franz, era blanco y de cabellos rubios, aunque con aquel clima, aquella
madrugada de seguro le había convertido en un albino de pies a cabeza.
La semana anterior había recibido un cable de su embajador, en el cual
le ordenaban encontrar la pieza buscada en menos de quince días, pues ya los
planes para iniciar la segunda fase de la restauración de la gloria y se iniciaría
la reconquista del Lebensraum. El tiempo estaba en su contra.
La leyenda decía que al ser asesinado el gran Tecún, le enterraron en el
volcán Santa María, le cubrieron su rostro con una máscara de jade azul y
detalles de jade verde. El jade azul era el tesoro más apreciado de las
antiguas civilizaciones de la América Central. La máscara tenía el aspecto de
un pájaro carpintero. Durante años fue buscada por los españoles que vivieron
en los primeros años del dominio colonial, bajo el mando de Juan De León y
Cardona. Pero nunca la encontraron. Era un secreto K’iche’ el lugar de la tumba
de Tecún y ahora solo el abuelo Tomás sabía el lugar exacto.
Franz observó desde la altura, como el sol iniciaba a dibujar la ciudad
de Quetzaltenango. Era un lugar tan minúsculo y bello, parecía una ciudad de
juguete. Por un momento su corazón recordó sus navidades.
-Llegamos- mencionó el abuelo Tomás. –Quítese los zapatos para entrar en
la cueva- añadió mientras se descalzaba y acto seguido, encendía un manojo de
candelas.
El alemán se descalzó y siguió el leve rastro de luz en aquella
oscuridad. A lo lejos escuchaba oraciones en k’iche’ que el abuelo Tomás rezaba,
quizás pidiendo permiso, quizás pidiendo perdón, quizás invocando a la muerte.
Después de unos quince minutos de caminar en la oscuridad, con el silencio
absoluto de acompañante, al anciano se detuvo y se puso de rodillas. Ante los
ojos de Franz, una talla rectangular de piedra tallada se erguía ante él. Se
acercó y pudo ver entre la penumbra de las velas, la hermosa mascara que se
encontraba buscando. Su corazón se aceleró y entendió la grandeza de lo que
había buscado. Era azul, hermosamente azul, detalles de color rojo, color
verde. Era una verdadera belleza. Era la máscara de Tecún.
La tomó entre sus manos mientras el anciano seguía en oración, pesaba
mucho, sería una tortura bajar del volcán con ella, pero debía hacerlo. De su
cintura tomó con fuerza y determinación su Parabellum, colocó los dedos en
posición y en un grito secó acabó de un balazo la oración del abuelo Tomás.
-Heil Hitler!-
Franz recogió las candelas encendidas del suelo, caminó hacía la salida
de la cueva. Nunca más volverían a estar en aquel volcán, ni el alemán ni aquel
tesoro. Al abuelo Tomás lo dieron por muerto tres semanas después. La gente
decía que se lo ganó el volcán por llevar a un extranjero a conocer un lugar
sagrado.